Hermanos y hermanas, nos hemos reunido aquí hoy para conocer y aprender a cocinar lo que es el Sancta Sanctorum de la cocina italiana por excelencia: los Spaghetti alla Carbonara.
Poneros cómodos, preparaos, el tenedor sobre todo, y olvidad todo lo que sabéis o lo que creéis de saber sobre este plato.
¿Por qué?
Porque vais a conocer algo que incluso podría ponernos los pelos de punta a nosotros mismos, los italianos. Pero siempre es así cuando nos encontramos al umbral de la leyenda, y con más razón cuando esta con el tiempo y por el mundo se ha hecho sagrada e ha entrado en la mesa de todos.
Antes que nada vamos a aclarar que nuestra Carbonara, así como de tradicional la consideramos y así como os la presentamos, lleva estos simples e indiscutibles ingredientes: spaghetti, huevos, queso pecorino y Parmigiano (para que todo el mundo pueda repetirlo en casa en falta del primero), guanciale (papada de cerdo adobada con pimienta) y pimienta negra.
Vamos pues a los orígenes, mejor, a donde se empieza en unos de esos viajes de investigación y descubrimiento, es decir, empecemos por los documentos que podemos poner encima de una mesa. La receta del más sagrado de los platos de la gastronomía italiana, así como la conocemos con el nombre de “Carbonara”, la historia nos enseña que comparece por vez primera en 1952 en Estados Unidos en la guía ilustrada, muy bonita por cierto, de unos restaurantes de Chicago escrita por Patricia Bronté.
Pero esa no fue su primera aparición oficial al grande público. De hecho, en el año anterior, en 1951, en la película italiana del director Giorgio Pàstina, “Cameriera bella presenza offresi…” comparece por primera vez, pero de una forma que no puede que sorprendernos. Durante una entrevista de trabajo de la protagonista, una camarera, se le pregunta si sabe cocinar los Spaghetti alla Carbonara, y la chica no sólo contesta que no, sino que tampoco sabe lo que son. Este dato curioso nos indica de como en realidad esa receta no era tan conocida y popular como hoy en día.
Entonces, ¿Dónde y cuando nació la auténtica carbonara, y quien fueron los verdaderos padres?
Para contestar a estas preguntas hay que hacer un salto atrás, y llegar a los tiempos de la Segunda Guerra Mundial. En 1944 los aliados estaban subiendo la península desde el sur rechazando hacia el norte a fascistas y nazis. Cuando la V armada estadounidense se reunió con la VIII inglesa en Riccione, a sur de Bologna, está claro que semejantes ocasiones los altos mandos tienen que celebrarlo bien y, por la ocasión, también los soldados. Pero para pasarlo bien alrededor de una mesa hace falta un cocinero que se encargue de ella. En aquel entonces, prestaba su servicio de cocina un tal Renato Gualandi, cocinero boloñés. Pero el problema de preparar una comida digna en tiempo de guerra se puede convertir en una hazaña de héroes mitológicos. Más bien porque durante una guerra, Dios quiera de preservarnos a todos, falta prácticamente de todo. Los únicos productos que se podían encontrar eran las raciones militares estadounidenses: bacon, nata, queso, yema de huevo en polvo y, por supuesto, spaghetti. La pimienta negra la agregó al último momento antes de servirlos. El resultado fue tan abrumador que no hubo ni un solo militar que no se quedó conquistado y con ganas de repetir.
Enseguida Gualandi fue trasladado de servicio a Roma, donde quedó hasta 1945, y fue allí que se encontró con la tradición gastronómica romana y se topó con sus fantásticos productos de toda la vida: pecorino y guanciale.
¡Desde allí la boda estaba obligada y sin vuelta atrás!
A partir de este momento la Carbonara empezó a difundirse por el mundo, muy probablemente gracias a los estadounidenses que volviendo a su tierra quisieron repetir semejante maravilla, o simplemente fue la historia de italianos que migrando por allá exportaron la receta que aprendieron. Esto muy probablemente no lo sabremos nunca, pero lo que sabemos es que a partir de entonces la historia de la gastronomía italiana cambió y, en un cierto sentido, también aquella de gran parte del mundo.
Hoy en día encontraremos variantes de la Carbonara en más de un país, y en cada país en más de una ciudad o incluso familia, cada uno con su particularidad, ajuste, gusto… pero, sin duda, la mejor de todas se queda la Carbonara hija del ingenio y de la necesidad que se casó en Roma con sus joyas predilectas.
Con respeto al nombre, pues sí, el origen más difuso, pero lamentablemente no lo suficientemente corroborado, procede de los mineros de la zona de L’Aquila, en Abruzzo, que preparándose le comida para llevarse en las minas, realizaban un plato de pasta con huevos y quesos que, allí debajo, podían comer incluso con las manos.
Otra derivación en cambio procedía de esa espolvoreada de pimienta encima del plato que recordaba a los carboneros.
Cual que fuera la razón, la dejamos a la elección de cada uno. Ahora chanchas a lado vamos a ver como se hace.
INGREDIENTES PARA 4 personas
500g de spaghetti
250g de guanciale
100g de Parmigiano
100g de pecorino
4 yemas
4 huevos
½ vaso de vino blanco
Pimienta negra
PREPARACIÓN
Quizás la receta es un poco más sencilla que su historia y justo por ese motivo, repetimos quizás, ha tenido tanto éxito en todo el mundo. Así que veréis que en pocos y concretos pasos, bien hechos, por supuesto, vamos a presentar a la mesa un manjar sin iguales.
Primero, cogemos una cazuela, la llenamos de agua y la ponemos a hervir. Mientras tanto en una buena tabla vamos cortando el guanciale en lonchas de aproximadamente medio centimetro y enseguida en tiritas.
En una sartén echamos un hilillo de aceite y al fuego, esperamos un par de minutos y le metemos el guanciale.
Rompemos los 4 huevos y los echamos enteros en un bol juntos con 4 yemas. Mientras tanto rallamos el Parmigiano y el pecorino y también se los echamos. Le agregamos pimientas negras al gusto para condimentar y batimos todo hasta formar un mejunje homogéneo.
Cuando veamos que en la sartén el guanciale ya ha empezado a tostarse soltando toda la grasita, entonces le echamos el vino blanco para esfumarlo, salteándolo hasta que se consume todo el alcohol. Pues retiramos el guanciale dejando solamente la grasita.
Mientras tanto, habremos controlado el agua para pillar el punto de ebullición, porque ya sabemos que ¡jamás! la pondremos en agua antes de que esta hierva.
Después de esta operación la labor del buen cocinero es aquella de controlar el reloj según los minutos indicados en la confección, aunque siempre hay que ir probando, sabiendo que, la prueba del spaghetto en la pared es prueba irrefutable e inapelable de “¡vaya, ya la hemos cagado!”.
Cuando los spaghetti están aún bastante al dente, pues es el momento de sacarlos todos del agua, porque completaremos su cocción en la sartén.
Aumentando un poco el fuego los vamos salteando para que todos se empapen bien de la grasita del guanciale. Seguiremos hasta verlos bien relucientes y de un color un pelín, pero justo un pelín pelín, porque más no lo conseguiremos, más oscuro, apagamos el fuego.
Con un cucharón metemos justo un cucharón de agua de cocción en nuestro mejunje, lo mezclamos todo de nuevo y los echamos en la sartén con los spaghetti. Ahora el tema se trata de saltear y saltear y saltear hasta que los huevos empiecen a adensarse y de líquido pase a ser cremoso. A mitad de esta operación le añadimos también el guanciale que habíamos conservado a parte y seguiremos salteando hasta alcanzar el punto de cremosidad que más nos guste.
Este es el momento de emplatar, ayudándonos con pinzas vamos a enroscar los spaghetti en el plato y le damos forma de una buena punta. Si somos tiquis mikis rescatamos algún trocito de guanciale para ponérselo encima y luego una buena polvoreada de pimienta negra.
El Santa Sanctorum de la gastronomía italiana está listo. Preparaos los tenederos, poneros cómodos y empezad este legendario viaje sin duda mundial.
¡Buon Appetito!
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